miércoles, 13 de mayo de 2009

Un lugar en Caracas

Todos los días despierto aquí, en mi ciudad, en Caracas. Su luz es siempre cálida y brillante, acogedora, parece abrazarme. No podría describir lo que se siente vivir en ella, ni podría escoger un lugar, pues todo es igual de especial.
Cuando decido levantarme de la cama y pienso en todo lo que tengo que hacer, no me doy cuenta de que el escape más rápido de las preocupaciones es salir de paseo. Me digo: es sábado, puedo hacer lo que desee. Me doy un baño apresurado, pero más apresurado es el momento en que me visto. Me asomo a la ventana: es hora, me esperan. Bajo las escaleras corriendo, ¿A dónde iré hoy? De seguro será genial, después de todo esto es Caracas.
El escenario: árboles dejando atrás a otros a gran velocidad, edificios que parecen surgir del horizonte, personas caminando y compartiendo el mismo tesoro que yo. Mi música suena mientras me dirijo a lo que será un buen día.
Por fin hemos llegado: la montaña más imponente (para mí) se alza como una ola delante de nuestros ojos. En el Ávila puede respirarse el aire más puro. Está nublado en la cima, tal y como me gusta, como si me recibiera. Comienza el ascenso que al principio cansa, pero luego reconforta. Dejo el lugar en donde todos suelen pararse y continúo subiendo, pues mi objetivo es otro distinto a descansar.
Ahí está mi ciudad: puedo ver cómo se dispersan las nubes y me dejan ver lo que quería ver. Aunque los edificios no estén alineados tienen cierta armonía y están donde deben estar, como si fueran piezas de un gran juego de ajedrez. Qué gracioso, se podría decir que estoy viendo todo desde la perspectiva del rey.
Comienzo a fijarme en la flexible cinta que recorre todo: los puntos que se mueven sobre ellas, y que en algunas partes sencillamente no se mueven. El tráfico es inevitable, pero podría asegurar que cada persona que vive aquí lo extrañaría. ¿Caracas sin tráfico? Es como pretender que exista el mundo sin las personas que lo hacen ser mundo.
Se nubla todo de nuevo, la magnífica vista que me ofrecía la montaña ha desaparecido y me indica que es hora de irme. Siempre he dicho que la bajada es más suave, pues ya no hay nada que nos presione. Finalmente, cuando ya he llegado al final de mi aventura, subo al auto de nuevo, pero ahora más feliz.
El trayecto es el mismo, aunque en sentido contrario. El sol va ocultándose detrás de las montañas, y lo que hizo el día para aparecer ahora lo hace la noche. La luna, blanca como la nieve no es la misma que en otros lugares y mi música me acompaña de nuevo mientras llego a casa.
Lo mismo otra vez: ir a dormir, como si hubiesen regresado el tiempo. Lo único distinto es que la sonrisa que tuve al levantarme no es igual a la que tengo ahora. Serán dulces sueños después de todo. Gracias, Caracas...
Gabriela Camacho

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