miércoles, 13 de mayo de 2009

A los pies del obelisco

De pequeño imaginaba que era un extraterrestre, una de esas cosas que estaban de moda y aparecían en Roswell o en desiertos centroamericanos. ¿Y si se había posado poco a poco ahí y nadie se había dado cuenta? De no haber tenido que seguir de camino a la escuela, hubiese pasado horas frente a él, viéndolo boquiabierto y mimetizando la estructura imaginando que un día despegaría.
Otras veces soñaba con treparse, luchar contra la blanca superficie lisa, y llegar hasta la punta. Se pararía en un pie -porque de otra forma había calculado que no podría lograrlo- y tocaría las nubes que a veces rozaban el obelisco en la tardes de lluvia y frío caraqueño.
¿Cuántas veces no pensó que se caería? Al acostarse y verla inclinada llegó a imaginar que estaba así por un error de los ingenieros o quizás porque quisieron tener un pedacito de Italia que le recordara al panadero de la esquina su adorada Torre de Pisa. Pero al pararse, y verla nuevamente derecha, sentía tranquilidad por todas las personas que día a día transitaban por la plaza.
A los pies del obelisco escuchó risas, cuentos, peleas, palabras de amor, quejas del gobierno y alabanzas a la Asamblea Constituyente del 46. A los pies del obelisco supo que un grupo de señores se habían reunido haciéndose llamar COPEI y prometiendo grandes cosas para Venezuela. A los pies del obelisco se estremeció con las historias de los estragos de la posguerra.
Había pasado horas contemplándolo, anonadado sin entender cómo un hombre había colocado ese pedazo de cobre en la punta. Conocía el paisaje desde todos los ángulos: parado, sentado, acostado, de derecha a izquierda e inclusive desde el edificio de enfrente. Una tarde le pagó una locha a un niño para que lo llevase a ver la plaza desde el balcón de su apartamento. Cuando anocheció, regresó a casa y luego del regaño no volvió a salir por un mes. Sólo lo veía cuando iba al colegio, estirando el cuello para ver si aún seguía ahí o si se había caído o elevado por los aires hacia alguna otra galaxia.
Hoy, cuarenta años después, el panadero de la esquina, que ya no habla de Pisa ni de Mussolini sino del tráfico y de Lusinchi, le sirve un café a quien no ha dejado de admirar el monumento como una referencia imprescindible en la ciudad.
Con un poco de vergüenza recuerda sus interminables periplos por la plaza Altamira, haciéndose ideas y reconstruyendo momentos imposibles. Imagina si realmente King Kong hubiese escalado el obelisco de haberse aparecido en Caracas y sonríe aún cómplice de sus locuras de niño.
Paula A. Ortiz Vidal

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