viernes, 29 de mayo de 2009

La primera vez

Mis tacones se aproximaron con impaciencia. El pantalón ultrapegado hacía gala de su elegantísima incomodidad. Ganas mías de complicarlo todo, como siempre. Tres pasos a la derecha, tres pasos a la izquierda, taconeo repetitivo, tongoneo monolateral de la cadera y la duda carcomiéndome el cerebro porque, aún y cuando siempre me vanaglorio de mi propio coraje, esa era mi primera vez. Seguro de todo y rebosante de experiencias pasadas aparece él, me dice “princesa” para romper el hielo, sospecho que en mis ojos ve el miedo de una niña que nunca antes había hecho eso. Me ofrece su mano para comenzar.

“Espérate un minuto”, le digo ante la duda de quedarme allí o salir corriendo. “Tranquila, bella, no va a pasar nada”, me dice él con el oscuro doble interés de obtener lo que fue a buscar. Asustada me acerco y sigo sus primeras instrucciones segurísima, además, de que lo estaba haciendo terriblemente mal. Lo miro de nuevo, esperado respuestas que sólo él podía darme. “¿Así? ¿Ya?”, pregunto asustada al ver que no nos estamos cuidando. Él se da cuenta de que así no vamos a llegar a ningún lado y sin titubear me ofrece protección.
Yo ya estaba ahí, ya lo había llamado, era una falta de consideración dejarlo así, aunque en el fondo sé que // lo hubiese buscado otra u otras (si yo decía que no, el hubiese buscado a otras). Los tipos como él pueden con todo, lo supe desde el primer segundo que lo vi en mi vida. Recuerdo que merodeaba por mi calle buscando compañía, cualquiera que fuera, diciéndole a todo el mundo con ese tono sabrosón que se atreviera, que era rapidito. Más de una le hacía caso, yo no, hasta ese día.
Es que una, por más elegante que parezca, también tiene necesidades. Necesidades urgentes. Y viene él y se ofrece así, con esa convicción de que puede hacerlo mejor que nadie, justo cuando estás sola, cuando nadie te ayuda, cuando estás decidida a un “ahora o nunca”. Y caes.
Acerqué mi pierna derecha mientras él me ayudó en el primer impulso. Abrí la otra pierna y la puse alrededor de su cintura. Ya había logrado tenerme indefensa, abrazándolo, como si mi vida dependiese de él y de su bien cultivada habilidad de hacer llegar a quien le pide llegar. ¡Arrogante!. Me arrepentí de aferrarme a su cuerpo como una niña pequeña, bien hubiese podido hacer eso sin tanta dependencia corporal, al fin y al cabo no era un abrazo lo que necesitábamos ninguno de los dos. Pero yo tenía miedo.

No pudo arrancar de inmediato, tuvo que intentarlo un par de veces porque yo lo frenaba clavándole las uñas. Finalmente, me dejé llevar. Comenzó lento, porque el camino que conduce hacia mí siempre ha ofrecido numerosas dificultades. Después aumentó la velocidad y yo, resignada a no volver atrás, comencé a disfrutarlo. Descubrí, entre otra cosas, que es como una montaña rusa, a veces sube, a veces baja, a veces brinca y a veces te hace apretar los dientes y los ojos porque sientes que es lo último que vas a hacer en la vida.

La sensación térmica se trastoca. Dejas de entender la temperatura, no hace ni frío ni calor, pero te suda la espalda. Pasaron 15 minutos, tal vez un poco más, en ese movimiento constante y ese sonido entrecortado que te ocupa la totalidad del oído. Estábamos cerca, ambos sabíamos que estábamos cerca y eso generaba una ansiedad tan grande que él aceleraba sin piedad. “No tan rápido, por favor” le dije, cuando pensé que el corazón me estallaría.
Sentía el olor de su nuca, un olor barato, arrabalero, muy poco parecido a mí. Pero no me importaba. Vi el peligro de cerca, muy de cerca y me gustó. Para él, no faltaba mucho. A mí, sin embargo, me hubiese gustado seguir sin otro límite que no fuera el que yo impusiera. Llegamos. Seguramente él, como siempre, estaba apurado.
Me bajé y mirándole a los ojos le di las gracias, no sé por qué. Fue maravilloso, para mí lo fue.

Digno de repeticiones compulsivas, tuve miedo de volverme adicta. Mientras trataba de sentir el entrepierna dormido escuché su voz desagradable e inexpresiva: “Págame, pues” me dijo. Me sentí menospreciada porque creía que a ambos nos había parecido estupendo. Tan estupendo como para no cobrar una vez en su vida. A las damas no se les cobra, ¡carajo!. Muchos menos a una como yo. Humillada pagué y no lo volví a ver.
Hoy sigo aquí, propensa a que otra urgencia me lleve a la recaída.
¡Maldito mototaxi!

0 Responses: