viernes, 22 de mayo de 2009

Los santos y sus vestiduras

Una dolorosa tarde de abril presenció su casamiento. A metros, el hombre cuyos pasos ha seguido celosa y secretamente fue sometido a la pregunta: "¿Acepta usted renunciar a María Alcira Astorga irremediablemente por todos los tiempos venideros y consecutivos?" Sí, sí, sí oyeron con ecos infinitos sus oídos. La pareja se besó. La celebración se dio. Mas desgarramiento, turbación y finalmente inconsciencia fueron los estados anímicos y opresores de la joven.

De modo que Alcita, como era llamada por sus hermanas, despertó la mañana siguiente con el corazón debajo de la cama. Enviudada de amor, decidió renunciar para siempre a la posibilidad de darse a otro.

La etapa subsiguiente no fue ligera en modo alguno. A pesar de sus intentonas, fueron muchas las veces que debió hacer visita con su familia a su sujeto, al mismísimo Sebastián Rodríguez del Toro, y a su señora esposa Brígida del Toro. Para atenuar las penas generadas por estos encuentros, Alcira ocupaba como podía sus días, su mente y su cuerpo. Se dedicaba al arte de coser, al cuidado de las flores y a la producción culinaria. Sin embargo, tan sólo el cultivo del alma; la lectura, la música y especialmente el rezo, constituyó un alivio real.

De todos los actores de su mundo; sus personajes, sus composiciones y sus santos, su predilección recaía en la Virgen de la Coromoto. Generosa, noble y comprensiva, ella conservaba sus secretos y acariciaba con cariño su ser y sus convicciones. Las otras voces, las de los héroes griegos, de las eminencias francesas y de los violines ingleses, todos ellos parecían reconocer su rango frente a la supremacía de la inmaculada.

Fue durante un paseo en las cercanías del río de Anauco, cercano a la casa de su imposible amor, donde Alcita alcanzó una comprensión superior. Quizás fue el flujo incesante de agua, quizás las aves que sobre su cabeza volaban, quizás la fuerza que sobre sí brindaba el cielo. De cualquier modo, captaría con nitidez: la luz solar coloreaba las calles, el viento barría las hojas, las sales condimentaban las carnes, las letras dan forma a las ideas, la tierra materializa las plantas, pero nadie, ¡nadie, nada!, vestía y cuidaba a los santos de este mundo.

Atravesada por la idea de la existencia de esta injusticia milenaria, Alcita dedicó su talento y su ímpetu a la causa de embellecer a sus figurillas de santos, especialmente a su Virgen de Coromoto. Tal fue la salida a sus dolencias. El amor por Del Toro recayó sobre aquellas piezas. El placer carnal y el trascendente se abrazaron con fuerza en el hábito de Alcira, quien se dedicó a ejecutar silenciosa y privadamente su oficio.

Así vivió Alcita los días y las noches de sus años, puntada a puntada y velo a velo. Venturosa, entendió y experimentó que la soledad no es más que el sol generoso durante los años de la edad, si quienes acompañan los caminos son los santos debidamente vestidos.

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