miércoles, 13 de mayo de 2009

La mitad de Rosaleda

El abuelo Ramón tenía más de ochenta años cuando hablo por primera vez de Rosaleda. La había visto por primera vez cuando bajaba del tranvía que iba a la pastora, llevaba un vestido blanco y vaporoso con un delicado escote en el pecho y un broche en la cintura, tenÍa el pelo negro y los ojos verdísimos. Luego se entero que era nieta del conde de la Madriz, aquel noble que tenía una casa en la esquina que todo llamábamos Madrices, ella no vivía ahí, por supuesto, sino unas casas más arriba por eso mi abuelo la esperaba siempre en esa esquina antes de seguir con su faena de cargador en una panadería.
Ella tenía una posición muy acomodada e iba siempre con una institutriz que tenía su casa de primeras letras cerca de la plaza Bolivar, se veía muy fina y educada, siempre caminaba con elegancia y cuando mi abuelo se le acercaba este se bajaba el sombrero, pero ella nunca lo miró, en vez de eso apuraba el paso y decía entre dientes : “que sucio”. Pero a mi abuelo poco le importaba su desprecio, mas bien, cada palabra era para el una nota de música en su oído de hombre sin fortuna y un dia cansado de tener que encerrar y memorizar el sonido de su voz, busco de ella un recuerdo permanente. Pero pasaban los días y a el nunca se le ocurría la mas miníma idea de cómo tener un recuerdo de ella. Se rumoraba que ella se casaría pronto con un capitán importante y que se la llevaría a vivir para Europa, donde su padre tenia un cargo diplomático, pobre mi abuelo, no tener como obtener a la figura amada que como toda figura, no podía verlo. Pero él la amaba de lejos, como una estatua de museo y así podía estar toda la tarde, esperando a que ella pasara por la plaza Bolivar para el bajarse el sombrero y ella le tirara algún desprecio.
Pero un día en la plaza se instaló un gringo, y el gringo llevaba una cámara. Una verdadera exquisitez, de esas que solemos ver en las películas mudas, que tienen en el lente una especie de acordeón plástico y una cortinita negra con un flash que se dispara con polvorín. El gringo salía tomarle fotos a las parejas recién casadas y a las familias completas que posaran para el. Entonces a mi abuelo se le ocurrió la maravillosa idea de hacerse asistente del gringo e iba a ayudarlo con las fotografías los fines de semana. Habían pasado varios meses y mi abuelo se había afanado mucho en el oficio de aprendiz de fotógrafo, al punto que el gringo podía dejarlo solo una jornada entera y sentirse seguro.
Era domingo cuando el gringo se reportó enfermo y mi abuelo se quedo todo el día tomando fotos en la plaza: niños, parejas y señores elegantes que precisaban fotos para documentaciones diversas. Mi abuelo con sumo cuidado atendía a cada uno como si fuere el único y siempre atento con la sonrisa a más por las propinas que pudieran darle. Entonces desde lejos venía una multitud montada en una carroza llevada por dos sendos caballos blancos y escoltada por mariscales con cascos dorados, una multitud de elegantes y traposos por igual se congregaba alrededor de la carroza, porque desde la ventana de la carroza lanzaban reales. Mi abuelo se quito el sombrero, porque estaba seguro que no había pareja que no parara en la plaza a tomarse una foto de su boda y en efecto la carroza paro al lado de la plaza, los mariscales se bajaron de sus monturas para ayudar al novio a descender de la carroza por un lado.
Mi abuelo y otros varones querían ver a la novia, mi abuelo se imagino a una de esas caraqueñas de alcurnia cuya pálida piel y enfermizos ojos no encenderían siquiera el tabaco mas seco, pero en vez de eso se bajo una sílfide que vestida de blanco, ocultaba si mirada detrás de un velo de seda. Su cabello negrísimo llevaba un rubí como broche y su piel banquísima era contrastada con la pintura roja que coloreaba sus labios, caminó hacia el fotógrafo agarrada del brazo con su esposo y ambos se posicionaron frente al lente.
Mi abuelo muy discretamente había convenido el sombrero en el piso pos la propina. El novio le dejó un fuerte en el sombrero. Mi abuelo solicitó entonces que la novia se quitara el velo, el novio lo hizo por ella. Ahí estaba frente a su lente finalmente, la muchacha de los desprecios, se había casado con el capitán y ahora posaba para el, muy distinta a su seriedad, ahora quería esbozar una sonrisa con toda la candidez de una recién casada, sus ojos verdísimos brillaban llenos de calor y dulzura, no reconocía en el fotógrafo, la figura casi harapienta del muchacho que para ella se había quitado el sombrero tantas veces, ahora sólo tenía palabras dulces para aquel fotógrafo que la inmortalizaría en un papel con tono sepia.
Mi abuelo le sonreía tímidamente y hacia un esfuerzo supremo para ocultar toda la desazón que le causaba la escena, el único recuerdo de su amada y era de su matrimonio con otro hombre y sin tener la miníma esperanza siquiera de conservar la fotografía. La tomó lo mejor que pudo y empezó con el proceso de revelado y mientras esperaba el efecto de los químicos, podía observar a la pareja haciéndose mimos cariñosos y de atención, mientras recibían buenos deseos de todos aquellos que pasaran por la plaza.
Terminado el tiempo de revelado, se acercó a la pareja y con su voz más triste le confesó que la foto se había velado y no había salido, que habría que tomarla de nuevo y que eso tomaría 45 minutos más. La muchacha entornó los ojos y caprichosamente se devolvió a la carroza, el capitán sonrió conforme y pago el monto de la foto y se despidió de mi abuelo:
-perdóneme por la foto, mi capitán…usted y su señora….
-Rosaleda, mi señora se llama Rosaleda.
Así descubrió mi abuelo que la muchacha de los desprecios se llamaba Rosaleda. Antes de entregar el equipo al gringo. Mi abuelo guardó la foto revelada que se negó a entregar al capitán en el bolsillo de la camisa y cuando llegó a su casa, corto finamente la parte donde aparecía el buen capitán y sólo dejó la mitad de Rosaleda y ese fragmento de fotografía fue el que guardo en una cajita de madera durante el resto de su vida.
Cuando abuelo terminó su historia, estaba descansando. El tabaco que encendiera se había apagado y me parecía que se había quedado dormido en actitud de espera. Yo estaba de pie y con el ala de su sombrero oculte los ojos de mi abuelo que ya dormía, supuse que estaba esperando a Rosaleda y no quería que ella le viera llorar.

NOELIA DEPAOLI

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