Recorrer Caracas puede ser un suplicio, pero una mirada atenta permite redescubrirla desde ángulos inesperados –me dije mientras conducía mi Spark.
Vivo en la Guaira pero trabajo en la capital, todos los días me levantó a las cuatro de la mañana y me enfrento a esa marejada humana que recorre la carretera como si el destino fuera la mismísima Meca. No era éste un día diferente, y el último túnel me expulsó directamente al distribuidor Araña.
En plataformas de concreto, en subidas y bajadas vertiginosas, (que recuerdan los toboganes de la infancia), se desplazan diariamente miles de personas con destinos diversos y variadas procedencias, van hacia y desde Caracas, describiendo trayectorias que, a pesar de ser rutinarias, son trascendentales. La ciudad se convertía gracias a ellos en un organismo vivo, por cuyas arterias palpitaban sus habitantes.
Me fui dejando llevar por el tráfico. No era difícil, me guiaba sin pensarlo y, antes de darme cuenta, estaba en ese espacio tan particular que es Plaza Venezuela. La ciudad que amanecía me saludaba, matizada por mi parque favorito: El Ávila.
Enfilé rumbo hacia el norte y en poco tiempo estaba en la Cota Mil. Tuve la perfecta sensación de volar, de recorrer por el cielo la ciudad de tonos dorados que se extendía a mis pies. Al menos por unos minutos. El maravilloso sentimiento terminó en el instante mismo en que me vi atrapado en una cola que ocupaba los dos sentidos de la vía. Una cola de esas largas, de horas, de las producidas por accidentes de tráfico inverosímiles que te amargan el día. El tiempo pasó muy lento. Empecé a hartarme de observar la placa del carro de adelante y del aire caliente que inundaba mi carro.
La impaciencia se desplazaba entre los automóviles con movimientos sinuosos. Parecía burlarse de las cientos de personas que permanecían atrapadas, casi al borde de la histeria, en aquellas cafeteras con ruedas que estaban casi recalentadas. Los motorizados exasperaban a todos. Las altas temperaturas se elevaban del pavimento y, poco a poco, el estrés aumentaba. Los cornetazos y los gritos parecían ser la única forma de comunicación.
Fiscales motorizados me pasaron por al lado, pero la cola no se movió ni un centímetro. Mi paciencia llegaba a su límite. Me sentía atrapado, encerrado. Tres horas más tarde y tan sólo quince metros más adelante, me obstiné. Bajé del carro y respiré…una gran cantidad de dióxido de carbono. Me tomó un par de minutos darme cuenta de la situación. Estaba a pasos del lugar más hermoso de Caracas: en el medio de aquel tráfico, en el medio del asfalto, el Ávila y su verdor de árboles me llamaban. Antes de poder pensarlo me encontré cruzando al otro lado de la vía.
En un instante descubrí que no era el único de la idea. Otros habían abandonado sus autos y ya se internaban en la montaña, al tiempo que muchos detrás de mí me imitaban. Pronto los carros quedaron apagados, inmóviles, silentes. Sus conductores los abandonaron, como huyendo. Todos caminábamos sin mirar atrás.
Quisiera decir que sé que sucedió a continuación, la verdad es que no tengo ni idea. Al principio caminábamos sin rumbo, pero paulatinamente retomamos el sentido de la realidad y descubrimos aquello que nos rodeaba. Los árboles nos susurraban al oído y la paz se extendía. A medida que caminábamos quedaban cada vez más distantes los sonidos de la ciudad, las cornetas y sirenas de ambulancia. Parecía que el pulso del ambiente se tornaba más lento y nos arrastraba con él. Con el viento tenue que movía las hojas se fueron alejando nuestras preocupaciones, empezamos a relajarnos y a sonreír. Ya no teníamos calor, la impaciencia se había esfumado, en el medio de aquel paraíso no tenía cabida nuestra cotidiana agonía.
Una cascada apareció de pronto a nuestra derecha, su sonido nos embargó por completo. Terminamos por olvidar aquel universo que latía furiosamente más allá de las fronteras naturales. Simplemente nos detuvimos y nos sentamos en la grama.
Supe luego que se había desatado el caos en la Av. Boyacá: finalmente las autoridades habían logrado levantar el choque y esperaban que los vehículos comenzaran a moverse; cuál no sería su sorpresa cuando notaron que a lo largo de varios kilómetros no había conductores tras los volantes. De alguna forma descubrieron la fuga masiva hacia el parque y comenzaron a seguirnos los pasos.
Sentados en la grama mirábamos la luz pasar a través de las ramas y de las hojas, hasta que decidimos reanudar nuestra marcha. Fue entonces que nos alcanzaron los funcionarios del I.N.T.T. e intentaron que regresáramos a la Av. Boyacá y moviéramos nuestros automóviles. Nos resistimos y corrimos hasta llegar a un cortafuego: un espacio desértico, sin vegetación, destinado a impedir la propagación de los incendios a otras alturas. En ese instante, la visión que se extendía a nuestros pies nos detuvo de golpe: ahí estaba Caracas bajo la luz de la tarde, pujante, incesante, rítmica y hermosa, ruidosa y a la vez arrulladora, ahí estaba nuestra ciudad como nunca nos habíamos detenido a observarla. Ya nuevamente a nuestro lado, los funcionarios se detuvieron también y miraron, como si fuera la primera vez que se encontraban con la urbe que parecía sumergida en una niebla mágica. Nos sentamos todos en el suelo sin producir un sonido.
Fue entonces que hicimos una pausa y dejamos que el Ávila se apoderara de la ciudad. Poco a poco nos invadió una paz perfecta que provenía, ahora, de la conciencia de que más allá del asfalto y de las viejas grietas, Caracas podía detener su pulso y mostrarnos, desde ángulos inesperados, su belleza y armonía.
Jessica Márquez Gaspar
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